Te
observo cada mañana
antes
de salir a la calle empedrada
del
viejo barrio del raval.
Estás
ahí, quieto en el portal,
tú,
rey de terciopelo negro,
príncipe
de la ventana,
monarca
absoluto del zaguán.
Me
contemplas taciturno
con
los ojos abiertos
de
par en par,
como
dos enormes platos en la oscuridad.
Con
gesto lento y señorial
te
alzas sobre tus cortas patas,
frunces
el hocico para husmear
el
aire a tu alrededor,
como
queriéndole robar el aroma,
y
alertas tus diminutas
y
puntiagudas orejas
como
quien espera cazar las palabras.
Repentinamente
se abre tras
de ti
la puerta.
¡Un
sobresalto!
Raudo
y veloz te das la vuelta.
Se
detiene el tiempo en un tris,
un
instante nada más,
y
permaneces quieto y expectante.
Tu
cuerpo se arquea como
sacudido
por un rayo fugaz:
fuuuuu.....
-se
escucha amenazante tu bufido-
¡Oh,
gato de sal!
¡Príncipe
de los mininos!
-falsa
alarma-
Es
doña Teresa,
la
anciana portera,
que
como cada mañana
te
lleva tu sopa diaria
de
leche y pan,
depositándola
en tu plato,
en un
rincón del portal.
Con
paso corto y veloz,
al
igual que un legionario,
te
acercas a ella
que
tiende hacia ti su mano
para
que tú,
joven
rey de terciopelo negro,
príncipe
de la ventana,
monarca
absoluto del zaguán,
entre
tímidos ronroneos
te
dejes acariciar.
Olisqueas
la tibia sopa
sumergiendo
en ella
tus
largos bigotes finos
y tu
lengua rasposa.
Tras
el copioso festín
te
acomodas sobre el cojín
que
hace las veces de trono,
mulléndolo
con tus zarpas
y
girando sobre ti mismo:
una,
dos, tres veces...
hasta
quedarte quieto.
Satisfecho,
te desperezas
estirando
tus negras patas
y me
miras de reojo,
interrogante,
con
tus grandes ojos de felino,
esperando
mi aprobación.
Luego,
maúllas agradecido,
relames
tus manos de carbón,
y con
la panza llena,
esperando
las caricias del sol
te
acuestas en tu trono de lana vieja,
tú,
joven rey de terciopelo negro,
príncipe
de la ventana,
monarca
absoluto del zaguán.
“Rey
de terciopelo negro”
(Trazos del corazón)
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