Doña
Patricia de Azpilcueta
decidió
declararle la guerra
al
desamor, una mañana estival.
Empuñó
el afilado sable del orgullo
-que
según las maledicientes lenguas,
fue
el presente de un amante
general
que vino de Macondo-
y
presta a la batalla,
se
enfundó un casaca raída,
bordada
de rojo y negro;
tarántulas
de oro le puso
por
charreteras,
y
en sus sombrías mangas:
orugas
de plata por adornos.
Doña
Patricia de Azpilcueta,
tocó
a degüello con el clarín
del
desafecto, y retirándose
a
sus desvencijados
cuarteles,
en Torreón,
hizo
frente a los reales del
Charrasqueado
traidor.
Y
cuentan los campesinos que,
en
el fragor de la contienda,
sus
palabras y lamentos retronaron
como
el cañón,
y
que, La generala, rodeó
con
una punzante empalizada
de
alambre de espino,
el
quebrado castro de su corazón.
Un
anochecer de invierno
tras
arduos meses de contienda,
cesaron
los redobles de tambor;
el
estruendo del cañón enmudeció
para
siempre en la lejanía;
se
disipó el olor a pólvora quemada
y
con él, los humos de la batalla.
Doña
Patricia de Azpilcueta,
abrió
con cautela
las
quebradas hojas del portón,
y
dejando pasar la rutilante
claridad
de las estrellas,
por
las rendijas de luz
de
las troneras,
asomó
su cansado rostro al exterior
hallando
clavada en su verja
un
perfumada carta en la que
un
capitán de dragones,
conocedor
de la belleza
y
valor de La generala,
a
su paso por la hacienda
cuando
regresaba de otra remota campaña,
le
dedicó un sentido poema
en
señal de respeto y admiración.
Tras
leer el poema, y estrechando
en
la más íntima
hendidura
de su alma
la
perfumada carta,
La
generala, alzó su copa vino en la nada
y
brindó con ella por el final de la contienda.
Entonces,
Doña
Patricia de Azpilcueta,
enterró
el sable en el lodazal,
arrancó
de la guerrera
sus
arañas de generala
y
las retorcidas orugas de plata;
cambió
los rojinegros de pana
por
rasos de vino verde y oporto,
con
arabescos de ámbar;
sustituyo
los cañones de hierro
bajo
el alféizar de su ventana
por
matas de adelfas y enhebro,
y
por rosales, la empalizada.
Y
así, Doña Patricia de Azpilcueta,
pudo
observar entonces que,
las
golondrinas del paisaje,
se
posaron de nuevo en la alambrada,
trinando
a la oscuridad,
que
preñó de luciérnagas su
cabellera
enredada.
Lo
que antaño se le antojaron hojas secas
agitadas
por el viento,
se
tornaron, como por encantamiento,
en
nocturnas mariposas.
En
las charcas de lluvia de agua clara,
que
heredaron las vacías trincheras
tras
la tempestad de la batalla,
volvían
a croar las ranas
a
la lunática luna blanca.
Y
fue así que, los labios sedientos
de
La generala, besaron
de
nuevo, las fuentes del amor.
“Doña
Patricia de Azpilcueta”
(Pintando palabras)
“A Nancy Patricia Azpilcueta.
Con todo mi afecto, por estar al otro lado”
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