Por
las empinadas callejuelas
del
pueblo blanco,
que
se recorta en la serranía,
corretean
los niños haciendo
rodar
sus aros de metal
sobre
su irregular adoquinado.
En
la plaza,
en
medio de bulliciosos cánticos,
juegan
al corro las muchachas,
ataviadas
con cortos
vestidos
de lino
y
toscas sandalias blancas.
Sus
desordenadas guedejas
danzan
al viento serrano del estío
acompañadas
por el
incesante
repiqueteo,
de
los cascos del asno
del
alfarero, sobre el
resbaladizo
empedrado
de
abrevadero,
y
el violín desafinado
de
las cigarras
que
habitan las eras.
Manuel,
oculto a la sombra
de
la iglesia, las observa
protegiendo
sus ojos de la luz
bajo
la visera aparasolada
de
su mano.
Fija
su mirada en Andrea,
la
muchacha de
largas
trenzas
y
frágiles piernas bronceadas,
por
la que suspira enamorado.
Sí
me descubre –dice-
no
tendré más escapatoria
que
la pared encalada.
Sí,
me ocultaré en ella
para
dejarme secuestrar
por
los rayos tardíos del sol,
y
quizá mañana,
cuando
amanezca
y
Andrea acuda de nuevo a jugar,
pueda
acariciar
sus
atezadas piernas largas
sin
que ella me vea.
“Pueblo
blanco”
(Pintando palabras)
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